sábado, 7 de abril de 2018
Rachel Halfi / Cómo fue que perdí el éxodo de Egipto
Cuando llegó la medianoche comprendí
que había perdido el éxodo por unos cuarenta minutos.
Estaba terminando de empacar la valija roja
pero en ese momento recordé que no había puesto las gorras
para toda la familia y que nos esperaba una errancia de cuarenta años
bajo el sol rajante del desierto. Entonces cargué la escalera
desde el patio hasta el depósito y allí estaban,
entre la ropa de verano, bien embaladas, todas las gorras.
Hasta que logré desatar los paquetes de ropa,
pude tomar algún traguito de agua
para recomponer mi pobre alma exhausta
por los preparativos del viaje;
hasta que alcancé a sentarme un minutito en un rincón
del depósito —mordí una manzana y me desvanecí.
Desperté de pronto, sobresaltada.
¿Cómo es posible que me haya dormido por una manzana?
¿Cómo fue que me engañó la serpiente?
¿Cómo puedo ser tan tonta todavía,
no comprender la magnitud de la hora,
la señal otorgada,
el destino del pueblo?
¿Cómo es que no llego a entender
qué significan "pueblo" o "destino",
cuál es la implicancia de "cambiar el porvenir"?
Hasta que logré salir del pantano y llegar a las corridas...
A duras penas podía arrastrarme
con la valija roja y todo el contenido
—metí una bota con agua y las gorras de la familia entera—
y hasta que llegué a la orilla del Mar Rojo
toda mi familia, todo el pueblo, toda la tribu,
todo el barrio, aquellos que escaparon
del pantanoso horno de arena,
todos —incluso esa fulana, cómo era su nombre,
se me corta el apetito sólo de imaginar la travesía junto a ella—
se veían todos tan lejanos,
como cabecitas de alfiler al fondo de un valle,
en el espacio abierto entre ellos y las olas gigantescas,
cuando cesó el maremoto y en él los carros del faraón,
los jinetes, sus cabalgaduras
y todo el torbellino del ejército egipcio.
No pude ya arrojarme a las aguas porque no sé nadar
y aún está fresco en mí el trauma de aquella vez
cuando me ahogué en el Nilo y me salvó una cocodrila;
comprendí que no tenía ya la menor de las chances
de alcanzar a mi gente
allí, en la contraria orilla de ese mar.
No había ninguna probabilidad de que lo lograra:
una mujer sencilla y sola, con una valija.
Ninguna posibilidad de experimentar esos desastres monumentales
que entretanto crecieron hasta ser copiosos tsunamis.
Imposible. No podía alzar la voz y gritarles:
"¡Eh, espérenme!"
Mi voz reverberaba en mi cabeza,
golpeaba mis sienes y seguramente nadie la oiría.
Me detuve en mi sitio, la sorprendida boca abierta,
como una estatua de sal, con un grito congelado
en la distancia de años y años.
Me perdí el gran éxodo y la gloria.
No atravesé el mar ni las penurias.
Ni siquiera me mojó el agua.
Así fue como nunca salí de Egipto.
Traducción: Gerardo Lewin
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