Y sin que les explicaran de qué modo,
como si lo hubiesen sabido por generaciones,
desde el nacimiento,
se encogieron en un armario, contuvieron el aliento
y aguardaron.
Nadie acudió.
Y acariciaban entre los dedos la promesa,
como si se tratara de un rosario,
hasta que se volvió ceniza indiferente
que ardía en sus gargantas.
Nadie acudió.
Y perdieron una a una sus ingenuas posesiones,
como quien arroja el lastre desde el bote
para hundirse en una orfandad férrea y espesa.
Nadie acudió.
Y por un momento consideraron
si no era de ellos la culpa,
si fallaron al responder el terrible acertijo.
Pero sabían que pronto serían acogidos en brazos de consuelo.
Nadie acudió.
Y acariciaron a los niños con manos ensangrentadas
cuando se disolvió hasta el último de los muros que los rodeaban,
una grieta se abrió desde un mar hasta el otro,
se acabaron los ángeles del mundo
y descendió una oscuridad
más negra aun que toda oscuridad.
Y pasó una hora, y otra hora, y otra hora y otra
hora, y otra hora, y otra hora, y otra hora, y otra hora, y otra hora y nadie
acudió.